El tiempo amoroso: una afección hospitalaria

Facundo Milman
7 min readMar 3, 2021

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“¿Qué más podría hacer cuando ignoraba que amar es buscar y ser buscado al mismo tiempo? Para mí el amor sólo era un diálogo de acertijos sin solución”

Yukio Mishima.

“No se puede abrir el proceso de la esperanza sin establecer al mismo tiempo el del amor”

Gabriel Marcel.

El amor abre tiempos. Premisa fundamental para pensar el amor que produce agujeros en la vida. Un tiempo se abre en el amor, un tiempo infinito, que deja pasar cosas: lo que sucede en amor. El tiempo amoroso es un tiempo de acontecimientos. Allí suceden hechos que exceden al mismo acontecimiento fundacional del amor: la palabra. El amor es un acontecimiento, un suceso y, sobre todo, un por-venir. El amor llega y estamos hasta las pelotas, pero ahí ingresa por la puerta el tiempo amoroso: un tiempo que se abre y no se cierra jamás.

Entendámonos: el tiempo amoroso se abre y no se cierra porque es eterno. En este sentido, Franz Rosenzweig en La estrella de la redención (1921) sostiene: “Vivir en el tiempo significa vivir entre el comienzo y el final”. El tiempo amoroso no se aloja allí, sino en otro espacio que llamamos eterno-presente. Entonces, ¿dónde se encuentra y dónde está el amor? Habría que responder simplemente no lo sé: no hay certezas, seguridades ni garantías en el amor. Roland Barthes en El discurso amoroso (2011) sostiene: “El tiempo amoroso está agujereado. Es un tiempo hecho de migajas: esperanzas, desesperaciones, contingencias, travesías, futilidades, historias, encuentros, ausencias, contratiempos, etc”. Esos agujeros, esos espacios, esas perforaciones del tiempo amoroso permiten respirar a Eros y allí, y sólo allí, se produce otro hecho: la espera. Martín Kohan en Ojos brujos: fábulas de amor en la cultura de masas (2018) matiza: “(…) la espera es la continuación del amor por otros medios”. Justamente allí se aloja el amor de otro modo y se encuentra con la afección hospitalaria.

La afección hospitalaria se basa, en primer lugar, en la raíz de hostis que puede ser tanto hospitalidad como hostilidad. En este caso, la hospitalidad que recibe a lo otro, el amor, lo cobija para que se siente como en casa. Pero no está en casa, sino como en casa. En otras palabras, estar como en casa es brindar la mayor comodidad posible al ingresar un extranjero. El amor es un extranjero, un vagabundo, un huésped que erra a través del tiempo. El amor siempre está por-venir para que lo recibamos, aunque la hospitalidad se puede convertir -en algún momento- en hostilidad cuando el amor nos hace daño, nos hace sufrir y las heridas estén abiertas. El tiempo amoroso entonces cierne cuando llega el amor, cuando lo recibimos como un invitado, y su apertura es hacia a la eternidad que no quiere decir que dure todo el tiempo de la existencia. Oscar Masotta en Conciencia y estructura (2019) añade: “Para que exista la falta debe haber espera, un tiempo abierto, algo por cumplirse, conjeturas”. El amor y la espera se conjugan en una falta y allí es cuando el sujeto enamorado ingresa a ese tiempo eterno llamado tiempo amoroso. Tamara Kamenszain en La novela de la poesía (2012) escribe: ¿qué veo cuando veo algo en el nombre del oro?/ una esperanza plegada en el otro tiempo. El nombre del otro, del otro en tanto otro, viene en otro tiempo, ingresa por la puerta de la espera y trae consigo una promesa por cumplir. El tiempo del amor exige mutilaciones, respiración y agujeros: el amor debe respirar para continuar. Quizás, por esa razón, Martín Kohan dice que la espera es la continuación del amor porque el amor respira a través de los agujeros de la espera.

El tiempo amoroso es eterno, pero no infinito; se abre al infinito. Pero él, al ser un tiempo verdadero, únicamente se puede perder. Él concuerda con lo expresado por Oscar Masotta. En una lectura similar podemos ubicar lo escrito por Anne Dufourmantelle en Elogio del riesgo (2019): “El verdadero tiempo sólo puede ser perdido”. El tiempo amoroso se identifica con el verdadero tiempo ya que es un tiempo de Verdad y la Verdad reside en el detalle. Martín Kohan escribe: “El amor llega (…) no cuando se piensa perdiendo el tiempo, sino cuando todo tiempo ya está perdido”. El tiempo amoroso es la conjunción de amor y espera en un mismo espacio, entonces cuando el tiempo se encuentra perdido, el amor reaparece y el espacio amoroso se genera. A partir del movimiento del amor, el tiempo amoroso empieza a desplazarse hacia la eternidad. Todo tiempo se encuentra perdido, todo tiempo verdadero, pero como tal no se puede hacer nada más que perderlo. El tiempo únicamente se puede usar como pérdida para reconvertirlo en otra cosa: un tiempo amoroso es, en lo fundamental, un tiempo resignificado.

El discurso amoroso de Roland Barthes.

El tiempo amoroso, el tiempo del enamorado, está fijado en el infinito del pasado. Roland Barthes escribe: “Tiempo del enamoramiento: pretérito indefinido, puntual y ficticio”. El tiempo que nos habla Barthes es el tiempo infinito del pasado, pero al mismo tiempo, es el tiempo ficticio. El tiempo que nosotros nos inventamos: el tiempo de la ficción propia. Ricardo Piglia escribía: “La literatura funciona, inevitablemente, a partir de una situación (un contexto no verbal) de lectura: el delirio interpretativo se mide de acuerdo con la mayor o menor capacidad que tiene el lector para aquello que va a limitar su lectura”. El delirio interpretativo de la lectura es homólogo al delirio interpretativo del enamorado que se halla entre la limitación y la superación. Al respecto, Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso (2008) escribe: “El otro viene allí donde yo lo espero, allí donde yo lo he creado. Y si no viene yo lo alucino: la espera es un delirio”. Barthes, en estas pequeñas construcciones, expresa la ficción de la interpretación tanto del lector como del enamorado: si algo no existe, lo creo; si algo no está, lo invento; si no lo encuentro, lo deliro. La espera por el otro, la espera que conjugada con el amor abre el espacio amoroso a través de sus agujeros, expresa una angustia-signo: el signo de esperar al otro, de estar en un estado activo-pasivo por la otredad del otro, por una llegada, una reciprocidad latente: una promesa. La promesa se encuentra trabajada por Jacques Derrida en Espectros de Marx (1993): “Y una promesa debe ser cumplida, es decir, no limitarse sólo a ser espiritual o abstracta, sino producir acontecimientos, nuevas formas de acción, de práctica, de organización, etc”. Derrida lo escribe taxativamente: la promesa no puede ser limitada a un querer-decir, un decir o un dicho, sino debe ser cumplida en la realidad empírica: alguien debe llegar. La noción de promesa se encuentra ampliada en La deconstrucción en una cáscara de nuez (2009): “Por lo tanto la promesa no es sólo un acto discursivo entre otros; cada discurso es fundamentalmente una promesa”, es decir, Jacques Derrida plantea que todo discurso se convierte en una promesa porque nos estamos dirigiendo a otro y, en este caso, la (futura) llegada de otro como objeto amoroso es una promesa de un por-venir. El por-venir del amor. Por eso, Barthes en este mismo texto escribe: “Hacer esperar es la prerrogativa de todo poder” y es posible pensarlo para otros ámbitos como lo social y la política, pero el espacio amoroso conjugado con el hacer esperar -y ya no con la espera- inicia el momento del delirio. El delirio por cual vivimos, existimos y amamos: el delirio del amor.

El delirio del amor se acentúa por la angustia amorosa producto de la(s) neurosis, pero ella es la condición de producción del mismo delirio: por la(s) neurosis deliramos al otro, deliramos su llegada, deliramos su promesa porque allí está toda la potencia del otro. El amor se favorece al crear a ese otro amor: el pacto ficcional se hace realidad. Tal como lo expresa Hannah Arendt en La condición humana (2016): “Vivir juntos en el mundo significa en esencia que un mundo de cosas está entre quienes lo tienen en común (…); el mundo, como todo lo que está en medio, une y separa a los hombres al mismo tiempo”. Arendt viene a decir un hecho crucial, pero que no tuvimos en cuenta sobre el delirio: vivir junto con el delirio, con la ficción y con el otro es compartir un mundo de cosas y ubicarse en un “entre”. Entre uno y el otro: el mundo.

Para terminar y finalizar, los tiempos de la humanidad comparten algo en común: el lenguaje. El lenguaje, ese gesto que Dios donó al hombre por el cual lo creó a imagen y semejanza divina, que se ubica luego del aliento (divino). Roland Barthes escribe en El discurso amoroso: “El Tiempo que hace expresa entonces un más acá del lenguaje (del discurso) que es el desafío mismo del amor: dolor de no poder volver a hablar del Tiempo que hace con el ser amado”. Tiempo y lenguaje se matizan para dar testimonio y desafiar al amor al estar imposibilitados de hablar el mismo lenguaje del tiempo pasado, el tiempo amoroso, y de la (in)existencia del pasado. El tiempo amoroso se abre a un pasado que camina hacia la eternidad del acontecimiento venidero, un delirio donde soportamos la angustia como señal y un lugar donde seguimos esperando: el tiempo amoroso puede aparecer en cualquier momento porque su señal es la promesa de (a)parecer en el aquí-ahora.

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Facundo Milman

Actúa de tal manera que los ángeles tengan algo que hacer. (Walter Benjamin).