Los siete mendigos de Najman de Breslev
I
Había una vez un rey que tenía sólo un hijo. Quiso transmitirle el reino aún en vida. Ofreció una gran fiesta. La alegría fue particularmente grande en aquel día en que el rey, vivo todavía, transmitía el reino a su hijo. Todos los príncipes, todos los duques, todos los nobles asistieron a la fiesta. El país estaba muy contento de que el rey transmitiera el reino en vida a su hijo, ya que era un gran honor para el rey. La alegría era muy grande. Había todo tipo de festejos: orquesta, obras de teatro y otras diversiones, en pocas palabras, todo lo que hace falta en una fiesta.
Cuando todos ya estaban muy alegres, el rey se puso de pie y le dijo a su hijo: “Sé leer en las estrellas y he visto que un día abdicarás. Por lo tanto, piensa en no estar triste si abdicas, y sé alegre. Aun si estuvieras triste, estaré contento de que tú no seas rey. En efecto, no merecerías ser rey si no estuvieras contento. Si no eres un hombre capaz de estar contento cuando abdiques, no eres digno ce ser rey. Pero si estás contento, yo también estaré muy concento”.
El príncipe reinó en el país con rigor. Nombró ministros, duques, nobles y organizó un ejército. El príncipe era un sabio y le gustaba la sabiduría. Estaba rodeado de sabios eminentes y quien viniera a verlo y poseyera algún saber era bien considerado. El príncipe le atribuía honores y riquezas a los sabios, y recompensas por su sabiduría. Lo que cada uno de ellos quería, se lo daba. ¿Alguien quería honores? Los otorgaba. Todo ello en recompensa por la sabiduría. Como el príncipe amaba la sabiduría, todo el país se dedicó al estudio de las ciencias. Aquel que quería dinero estudiaba las ciencias, y aquel que quería honores hacía lo mismo. Todos se dedicaban a las ciencias. El país olvidó el arte de la guerra porque todos los habitantes estudiaban las ciencias, y el menos sabio de entre ellos hubiera sido muy sabio en otro país. Los sabios de ese país eran hombres con una sabiduría extraordinaria.
Aquellos sabios cayeron en la herejía por causa de las ciencias y con ellos el príncipe. Sin embargo, las personas sencillas no fueron alcanzadas y no cayeron en la herejía. En cambio, los sabios y el príncipe se volvieron heréticos. Sin embargo, el príncipe era bueno, ya que había nacido dotado de bondad y de buenas cualidades. Pensaba con frecuencia: “¿Dónde estoy? ¿Qué es lo que estoy haciendo?”. Y gemía y suspiraba. Se decía: “¿Qué sentido tiene sumirse en estas cosas? ¿Qué me puede traer esto? ¿Dónde estoy’”. Y suspiraba. Sin embargo, en cuanto se ponía a pensar, volvía a las ciencias heréticas. Y eso se reprodujo varias veces. Se preguntaba:” ¿Dónde estoy? ¿Qué hago en todo esto?”. Y gemía y suspiraba. Pero en cuanto volvía a sus pensamientos, la herejía volvía con más fuerza aún.
II
Un día, en un país hubo un éxodo. Todos los habitantes huyeron. En su huida atravesaron un bosque en el que perdieron a dos niños, un hombre y una mujer. Alguien perdió al niño, y otra persona perdió a la niña. Aún eran pequeños, tenían entre cuatro y cinco años. Los niños no tenían qué comer: lloraban y gritaban. Entonces llegó un mendigo que cargaba unos costales. Los niños echaron a correr a su alrededor y a agarrarse de él. Les dio pan y comieron. Les preguntó: “¿De dónde vienen?”. Le respondieron: “No sabemos”, porque aún eran pequeños. Se alejó, pero le pidieron que los llevara con él. Él dijo: “No quiero que vengan conmigo” .Y advirtieron que el mendigo era ciego. Estaban muy sorprendidos de que, siendo ciego, supiera adónde ir. (En realidad, puede ser sorprendente que se hicieran la pregunta, pues aún eran pequeños. Pero como eran inteligentes, se sorprendieron). El mendigo les dio su bendición: “¡Ojalá pudieran ser como yo! ¡Ojalá pudieran ser tan viejos como yo!”. Luego les dio más pan y se alejó. Los niños entendieron que Dios velaba por ellos y les había enviado un mendigo ciego para darles de comer. Y más tarde el pan se acabó. Volvieron a ponerse a gritar: “¡Queremos comer!”. Llegó la noche y pasaron la noche en el bosque. Gritaron y lloraron nuevamente.
Un mendigo, que estaba sordo, llegó entonces. Empezaron a hablarle, pero hizo un gesto con la mano y dijo: “No oigo”. El mendigo les dio la espalda y empezó a alejarse. Querían que el mendigo los llevara con él, pero se negó. Y él también les dio su bendición:”¡Ojalá fueran como yo!”. Les dejó algo de pan y se alejó. Cuando el pan se acabó, volvieron a ponerse a gritar.
Llegó otro mendigo, que era tartamudo. Empezaron a hablarle y contestó tartamudeando. No entendieron lo que decía, pero él sí los entendió. Les dio pan y su bendición, y les dijo que ojalá fueran como él, y se fue.
Luego llegó otro mendigo, que tenía el cuello deforme. Más tarde apareció otro que no tenía manos. Y vino un mendigo que no tenía pies. Cada uno les daba un poco de pan y los bendecía deseándoles que fueran como él.
Cuando el pan se agotó, consiguieron salir del bosque y encontraron un camino. Lo siguieron y llegaron al pueblo. Los niños entraron en una casa. La gente se apiadó de ellos y una persona les dio pan. Fueron de casa en casa al ver que eso funcionaba: les daban pan.
Los niños decidieron quedarse siempre juntos y se confeccionaron grandes costales. Iban a las casas, participaban en todas las fiestas, circuncisiones y bodas. Siguieron su camino, entraron en las ciudades. Iban de casa en casa, visitaban las ferias, se instalaban con los mendigos. Se sentaban en las bancas, con su escudilla en la mano. Todos los conocían y sabían que eran los niñitos que se habían perdido en el bosque.
Un día hubo una gran fiesta en una gran ciudad. Todos los mendigos y los niños fueron allá. A los mendigos les nació la idea de casarlos. Discutieron el asunto y la idea les gustó mucho. Pero ¿cómo celebrar la boda? Se decidió que, puesto que un cierto día seda el cumpleaños del rey, todos los mendigos irían a la fiesta y pedirían pan trenzado y carne. Así tendrían con qué celebrar la boda. Y así se hizo: todos los mendigos fueron a la fiesta y pidieron carne y pan trenzado y tomaron todos los restos del banquete, carne y pan. Se fueron de allí y cavaron un gran hoyo en el que podían caber cien personas. Lo cubrieron con vigas, tierra y estiércol, y entraron. Instalaron un baldaquín nupcial y celebraron la boda de los niños. Hubo mucho regocijo. Los jóvenes desposados estaban también muy alegres y recordaron las bondades que Dios les había hecho cuando estaban en el bosque. Echaron a llorar y a lamentarse: “¿Cómo encontrar al primer mendigo, el ciego, que nos dio pan en el bosque?”.
Primer día
Mientras se lamentaban, el mendigo ciego los llamó: “Heme aquí. He venido a vuestra boda y les traigo un ‘regalo de palabra’: ojalá que fueran tan viejos como yo. Ahora les traigo esto como regalo de boda: ¡ser tan viejos como yo ¿Creen tal vez que estoy ciego? Nada de eso. El tiempo es relativo. Un pestañear: la eternidad. La eternidad: un pestañar. Así pues, soy muy viejo y, sin embargo, soy joven y no he empezado a vivir aún. Y, sin embargo, soy muy viejo y soy el único que lo dice, ya que cuento con la aprobación del gran águila. Les contaré mi historia:
Un día, unos hombres partieron por el mar con toda una flota. Se declaró una tempestad y despedazó todos los barcos. Los hombres se salvaron y llegaron a una torre. Subieron a la torre y encontraron todo tipo de alimentos y de bebidas, ropa, todo lo que les hacía falta. Todo estaba muy bien, todos los placeres del mundo estaban a su disposición. Los náufragos decidieron que cada quien contaría una historia antigua, la historia más antigua que recordara desde que había empezado a tener memoria. Entre ellos había viejos y jóvenes. Fue el más viejo de ellos quien tuvo el honor de hablar primero. Dijo: “¿Qué voy a poder contar? Recuerdo el día en que la manzana fue arrancada del árbol”. Nadie entendió lo que había dicho. Pero había entre ellos algunos sabios que declararon: “Es realmente una historia muy antigua”. Y luego otro anciano, un poco más joven, tuvo a su vez el honor de hablar, y dijo: “¿Es una historia antigua? Yo recuerdo esa historia y recuerdo incluso el mometo en que la luz quemaba”. Exclamaron que esa historia era mucho más antigua que la primera. Era por cierto muy sorprendente, ya que el segundo anciano era más joven que el primero, y sin embargo se acordaba de una historia más antigua. Luego tuvo el honor de hablar el tercer anciano. Era más joven que los dos primeros, y dijo: “Recuerdo el momento en que se dio la constitución del fruto, cuando empezó a ser fruto”. Exclamaron: “¡Ésa es realmente una historia muy antigua!”. Y luego el cuarto anciano, que era todavía más joven, se expresó así: “Recuerdo el momento en que trajeron la semilla para sembrar el fruto”. El quinto, que era mucho más joven, dijo: “Recuerdo incluso a los sabios que concibieron el fruto”. El sexto, que era más joven que el anterior, dijo: “Recuerdo incluso el sabor del fruto antes de que éste penetrara en él”. El séptimo dijo: “Recuerdo también la apariencia del fruto antes de que ésta se posara en él”.
El mendigo prosiguió su narración y encadenó con esto:
Yo era todavía un niño y estaba ahí presente. Exclamé: “Recuerdo todas esas historias. Incluso no recuerdo nada”. Todos exclamaron: “¡He ahí una historia verdaderamente muy antigua, es la más antigua de todas!”. Estaban estupefactos de que el niño se acordara más que los demás hombres ahí presentes. Entonces llegó una gran águila. Llamó a la puerta de la torre y elijo: “Dejen de ser pobres, volved a vuestros tesoros, recuerden!” Luego les dijo que salieran de la torre, debiendo salir primero el más viejo, y los llevó lejos de la torre. Antes había hecho salir al niño, que era en verdad el más viejo de todos. Había, pues, hecho salir al más joven en primer lugar. El anciano de más edad salió el último. En efecto, el más joven era el más viejo, puesto que había contado la historia más antigua. Y el viejo de más edad era el más joven de todos. La gran águila les elijo: “Les explicaré todas las historias. El que dijo recordar el momento en que la manzana fue arrancada del árbol quería decir que se acordaba del momento en que su cordón umbilical fue cortado. Recuerda lo que le hicieron al nacer. El que dijo recordar el momento en que la luz quemaba quería decir que se acordaba del momento en que estaba en el vientre de su madre y de la luz que ardía por encima de su cabeza, como lo enseña el Talmud: una luz arde encima de la cabeza del niño que está en el vientre de su madre. El que elijo recordar el fruto en formación quería decir que se acordaba del momento en que su cuerpo estaba en proceso de formación, cuando el niño empieza a ser creado. El que recuerda el momento en que fue traída la semilla para sembrar el fruto quiere decir que se acuerda del momento en que la gota estaba aún en el cerebro. El que recuerda el sabor se refiere a la primera parte del alma. El que se acuerda del olor se refiere a la segunda parte del alma. Y la apariencia es la tercera parte del alma. Es por eso que declaró no acordarse de nada”. “Entonces el gran águila les dijo: “¡Regresen a sus navíos (es decir, a los cuerpos que se encontraban rotos e iban a regenerarse), regresen a ellos!”. Y los bendijo. Luego me dijo: “Tú, ven conmigo, pues eres como yo, eres muy viejo y muy joven. Aún no has empezado a vivir y, sin embargo, eres muy viejo. Y yo también soy así, ya que soy muy vieja, y soy muy joven”.
“Así pues tengo la aprobación de la gran águila para decir que soy muy viejo y soy muy joven. Ahora os doy esto como regalo de bodas: ¡ser tan viejos como yo!”. Grandes fueron la dicha y la alegría y todos se regocijaron…
Pero el séptimo día -es decir, cuando el narrador llegó a contar la historia del séptimo mendigo- se detuvo y dijo que no contaría el resto y que no se escucharía el final antes de que llegara el Mesías.