Un comentario sobre la ceniza

Facundo Milman
5 min readSep 9, 2022

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“Y Abraham replicó a Dios y dijo: he aquí ahora que he comenzado a hablar a mi Señor, aunque soy polvo y ceniza”.

Génesis 18:27.

“Nuestras máximas son refranes de ceniza”.

Job 13:12.

Hay textos que se escriben y textos que escriben en el barro de la historia, esto es una lección de la filosofía de la historia. Pero, no por mucho menos, la historia se escribe bajo la mirada del vencedor y el mudo sufrimiento de los vencidos solo encuentra lugar -si es que lo hace- en los anales de la historiografía. El nuevo libro de Alexandra Kohan, Un cuerpo al fin (2022), publicado por Paidós es un huella sensible de tal premisa. El libro, entre tantas cosas que aborda, pone en boga todo imperativo que ingresa en el ámbito de lo público. Pero no lo hace de cualquier forma, y acá está una de las grandes claves, Kohan lee las fraseologías. Kohan se detiene, lee y comenta; Kohan suspende el mundo, lee y señala; Kohan escruta, lee e interviene. Esto es una invención crítica, una lectura y escritura propia de la crítica política. Un cuerpo al fin se detiene en lo básico, aunque imprescindible de un libro, porque Kohan lee y escribe. Lee sobre un cuerpo, lee a un cuerpo, lee al cuerpo.

Muchas son las cosas que me atraparon en la lectura del libro, muchas son las errancias a las que me supeditó el texto, porque, en primera instancia, el tono de la escritura hace vibrar al cuerpo. La lección barthesiana de la lectura vuelve, como vuelve vida después de la muerte, ya que se lee con el cuerpo. Ese cuerpo que, por momentos, sigue sus propios ideas. Sin embargo, me interesé por el final del libro. Alexandra Kohan escribe: “En un análisis, las palabras queman porque son dichas en la intimidad del fuego del amor de la transferencia. Arrojarlas sin más al espacio público es dejarlas reducidas a cenizas, esas de las que ya no va a renacer nada”. De este fragmento, me paro en una palabra: “cenizas”. Porque, como indica Kohan, arrojar las palabras que queman es reducir lo que no se puede narrar. Algo podemos decir sobre aquellas cenizas arrojadas por los sujetos, por lo pronto, las cenizas es lo que somos. Nunca dejamos de ser eso: barro y cenizas. Barro: agua y tierra; cenizas: fuego y combustión del material. En uno y en otro, entre uno y el otro, el intersticio se vuelve a subrayar. La obsesión del cuerpo es también aquello con lo que hacemos de él. Aquello con lo que hacemos con esos restos sin importar que estén quemados y que se hayan vuelto una ceniza más de este mundo. Porque el mundo no es un cementerio, sino el cementerio es el mundo. Si algo podemos aprender, es que caminamos sobre nuestros propios cuerpos. Pisamos la ceniza de nuestros semejantes. Y eso también es lo que quema: observar día a día que el amor de la transferencia es pisoteado no por otros, sino por nosotros mismos; no por el poder que circula, sino por todos; no por seres salidos del parangón, sino por la vida. Caminamos sobre nuestros propios pedazos, sobre nuestros propios restos y sobre nuestras propias cenizas: eso es la cultura.

Cuando leía el libro, me preguntaba por el cuerpo y sus relaciones. Qué se establece entre un cuerpo y el cuerpo, qué opera bajo la piel y cómo se reúne con lo fragmentario, qué le sucede al cuerpo entre lo disímil y lo totalizante. Es por eso que el cuerpo, por un lado, es nuestra condición de vida y, por otro lado, la tumba del cuerpo compone nuestra errancia del mundo. En Pirkei Avot, uno de los tratados más importantes de ética judía, dice que hay tres cosas para no caer en la transgresión (ética, moral y política): preguntarse de dónde procedemos, hacia dónde vemos y a quién en el futuro vamos a dar cuenta. Hay, efectivamente, tres respuestas: de una gota corrompida, a un lugar lleno de polvo y a Dios (¡adiós!). Si la gota corrompida pudo dar vida, pudo saciar lo inerte, entonces el lugar lleno de polvo es donde reposa la ceniza y con Dios nos obsesionamos y es, como escribe Freud sobre la religión, “una neurosis obsesiva universal”. Aprendo algo de este tratado: no hay clausura entre la irrupción de la vida y su clausura, entre el fin de la vida y su elevación, entre un cuerpo y su lectura. El cuerpo, en la tradición judía -tradición interpretativa porque el pueblo judío no es el pueblo del Libro, sino el pueblo que lee el Libro-, nunca deja de aparecer. Esta es la novedad del judaísmo: un cuerpo que nunca termina de acontecer. En la muerte, en el fin del cuerpo y de la materialidad, el cuerpo no termina de irrumpir en la vida. El cuerpo se resquebraja, muta y se transforma en otra cosa. En ese sentido, sostengo que también eso es el cuerpo: la cultura que pisamos. De la tierra venimos y hacia la tierra vamos quiere decir que la mutación del cuerpo no termina de aparecer en esta vida. El gran drama existencial del ser humano es que la tierra convierte al cuerpo en parte de ella. La tierra, de la cual estamos formados, se traga al cuerpo para formar una nueva vida. Por eso, la muerte nunca significa el fin de la vida. La muerte es el inicio de la vida. Después de la muerte, hay otra vida y es una onto-terapéutica-trans-material. El destino del cuerpo es el fin de la materialidad, sí, pero también es la tierra que nos supo mantener animados. La tierra nunca dejó de ser ese lugar que nos paramos y que nos dio el alma para vivir esta vida.

En la muerte, la tierra recibe al cuerpo sin vida y el tiempo lo convierte en otra-vida. Pero si la tierra recibe a la muerte de un cuerpo, cuando Dios forma al hombre y le cede parte de su vida -su hálito-, el ser formado es sacado de la tierra y revivido. Así, el ser humano se metamorfosea en un gólem, un Frankstein, hecho por barro y alma. No obstante, ese barro antes era un cuerpo. Un cuerpo de otro ser humano que el tiempo lo des-hizo y lo transformó en tierra mojada. Por lo tanto, recaigo en la pregunta: ¿qué es un cuerpo? Un cuerpo es la fiel metamorfosis de otros cuerpos, otras ruinas y otras cenizas. Un cuerpo es aquello que nunca se termina de acomodar en mí de otros. El cuerpo nunca puede ser mío porque estoy compuesto por otros y le debo la vida animada a esos otros que ya no están. Y a pesar de todo esto, un cuerpo es una conexión: una conexión con los otros, con los que no están y con los que nunca termino de estar cómodo.

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Facundo Milman

Actúa de tal manera que los ángeles tengan algo que hacer. (Walter Benjamin).